Un relato de
Abrí la puerta de la habitación, ahora en penumbra como mi
alma, y que tantos momentos felices me dio entre sus paredes. Desde el umbral,
contemplé las pesadas cortinas que cubrían el gran ventanal que daba al jardín.
Me desplace para descorrerlas y un luz cegadora, deslumbró mi rostro haciéndome
gritar; “No Quiero Luz!!!” … “no… quiero… luz”… me oí a mí mismo repetir entre
sollozos, mientras soportaba que aquel torrente de luz bañara mi derrota. - Giré
la cabeza, y lo vi. Ahí seguía.
Estaba tan hermoso como lo recordaba. De caoba, brillante, negro
como el azabache. Me acerqué y deslicé mi mano con dificultad para acariciarlo.
Miré a mi alrededor para asegurarme que nadie vería aquellas lágrimas rebeldes
que brotaban impúdicas por mis ojos, ahora estáticos en un punto indefinido del
resplandor de aquello que un día fue mi vida.
Levanté con dificultad la tapa, apareciendo las inmaculadas teclas
del piano que, brillando en su sonrisa irónica, me saludaron con la frialdad
del amigo que te ha dado la espalda y ya no lo esperas. O peor aún, no esperas
ya nada de él, porque te ha abandonado.
Notaba el corazón
acelerado! ¡¡Mi pulso en las sienes a punto de estallar… Dios mío!! Agaché la
cabeza en una oración de despedida, dejando caer inertes mis manos en el
teclado, incapaz de nada más. Por unos instantes mis ojos fijaron su rabia en
aquellos miserables dedos que debían moverse a mis deseos… y ya no querían
hacerlo.
El reluciente brillo del mueble devolvía mi imagen de
perdedor de la vida. Aquella que yo mismo había borrado de sus ilusiones, de
sus risas. La que había apagado con el alcohol y estúpidamente, con mi
imprudencia temeraria al volante de mi condena de muerte en vida.
Diez segundos de recuerdo, antes de desvanecerme entre
amasijos de hierros, y tres meses en un hospital, entre la compasión, y también
el desprecio de las gentes que me atendían o venían a verme. Unos y otros
supieron de mi altivez, ahora derrotada, en las revistas que se ocupaban de mi
carrera, pero también de mis despropósitos.
Afortunadamente, en aquél último, iba yo solo. Peor aún, llevaba
de copiloto mi condición de estrella mediática intocable, a la que el destino
le era fiel en sus triunfos y popularidad.
¡El destino!… cruel paradoja a la que nos referimos cuando
nuestros estúpidos actos entorpecen nuestro propio camino.
Una mueca que quería ser sonrisa, intuí dibujada en la cara
al recordar mi último concierto en Nueva York. Largas filas de gente para
sentir y ovacionar las emociones que transmitían mis veloces dedos sobre el
estático teclado que yo hacía vibrar ¡¡Volar!!
Por unos segundos, mi mente estaba en el concierto…
saludando, estrechando manos, recibiendo felicitaciones que apenas oía desde mi
desdén, por acostumbradas. Por repetitivas.
¡¡Cuán equivocado estaba! Adónde habían ido ahora. Miré a
ambos lados buscando un escenario, espectadores, ¡Flores!!... Aquellas flores
que me entregaban lindas muchachas, orgullosas de hacerlo en cada concierto.
¿Dónde estaba mi fervoroso público? ¿Adónde mi galanura?
¿Adónde mi arte?
La voz de mi madre me volvió a la realidad. Su tono dulce,
abatido, llegaba a mis oídos como algo lejano entre las sombras de mis
pensamientos.
-
¡Anda, hijo, el doctor ha venido.
Me volví a mirarla con ternura. Su sonrisa de madre, hizo
brotar, tímida, la mía de hijo agradecido. Todo mi mundo ahora, estaba
encerrado en esa sonrisa. Quizá el accidente me había reseteado de nuevo, al
menos en mi cerebro, recuperando los valores importantes que nunca debí dejar
de lado. Los auténticos.
Asentí en silencio, y haciendo girar la silla de ruedas, me
dirigí hacia la puerta, no sin antes, escuchar una melodía que provenía del
piano. Me volví, y allí estaba yo, mirándome a mí mismo, como un nivola inmerso
en mi propia tragedia, tecleando a Bach. Quizá después de todo, pudiera seguir
siendo músico. Aunque fuera sólo en los recuerdos. Esos que perduran por encima
del individuo.
Salí de la habitación, mientras mi madre cerraba la puerta
tras mi paso. Su dulce caricia en mi cuello, hizo que sintiera un leve estremecimiento
por el costado derecho de mi cuerpo. Quién sabía si un día la ciencia…